Cristo y el Nuevo Convenio

CAPÍTULO SIETE.
SÍMBOLOS Y FIGURAS: LA LEY DE MOISÉS.

En una temprana declaración de su objetivo profético, Nefi escribió: «Y nos afanamos por cumplir con los juicios, y los estatutos y los mandamientos del Señor en todas las cosas, según la ley de Moisés… He aquí, mi alma se deleita en comprobar a mi pueblo la verdad de la venida de Cristo; porque con este fin se ha dado la ley de Moisés; y todas las cosas que han sido dadas por Dios al hombre, desde el principio del mundo, son símbolo de él».

Posteriormente, cuando Nefi se aproximaba a su testimonio final con la majestuosa declaración de «la doctrina de Cristo», hizo hincapié en el papel fundamental que tenía la ley de Moisés entre su pueblo y el compromiso que habían hecho de vivirla, aun cuando conocían en gran detalle el Evangelio de Cristo y lo enseñaban a sus hijos sin cesar.

«Y a pesar de que creemos en Cristo, observamos la ley de Moisés, y esperamos anhelosamente y con firmeza en Cristo, hasta que la ley sea cumplida.

«Pues para este fin se dio la ley; por tanto, para nosotros la ley ha muerto, y somos vivificados en Cristo a causa de nuestra fe; guardamos, empero, la ley, a causa de los mandamientos.

«Y hablamos  de  Cristo,  nos  regocijamos  en  Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo y escribimos según nuestras profecías, para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados.

«Por lo tanto, hablamos concerniente a la ley para que nuestros hijos sepan que la ley ya no rige; y, entendiendo que la ley ya no rige, miren ellos adelante hacia aquella vida que está en Cristo, y sepan con qué fin fue dada la ley. Y para que, después de cumplirse la ley en Cristo, no endurezcan contra él sus corazones, cuando la ley tenga que ser abrogada…

«Y hasta donde fuere necesario, debéis observar las prácticas y las ordenanzas de Dios hasta que sea cumplida la ley que fue dada a Moisés.

«Y después que Cristo haya resucitado de entre los muertos, se os manifestará a vosotros, mis hijos, y mis amados hermanos, y las palabras que él os hable serán la ley que observaréis».

No hay ni tiempo ni espacio en un tratado sobre la influencia, las enseñanzas y la presencia de Cristo en el Libro de Mormón, para realizar un estudio exhaustivo de la ley de Moisés. No obstante, es importante comprender que durante seiscientos años los descendientes de Lehi observaron la ley de Moisés y reconocieron los motivos por los cuales les había sido dada. En este sentido, uno no puede entender plenamente el registro nefita ni la majestuosidad de Cristo y el nuevo convenio que en él se elogia, sin al menos un pequeño reconocimiento del anterior sistema de leyes y prácticas que condujo a él.

Para los rebeldes hijos de Israel, la ley de Moisés fue una especie de Elias, un precursor, un «ayo» de Cristo. Y así dijo Juan el Bautista (un Elias viviente y precursor de Cristo): «Es necesario que él [Cristo y Su Evangelio] crezca, pero que yo [Juan y la ley de Moisés] mengüe»; por lo que también se produce un aumento de la comprensión del Evangelio y una disminución en el significado de la ley de Moisés, apreciables ambos en las páginas del Libro de Mormón.

El lector moderno no debiera contemplar el código mosaico—tanto en la antigüedad como en la época actual— simplemente como un tedioso conjunto de rituales religiosos obedecidos de forma ciega (y en ocasiones vehemente) por un pueblo de dura cerviz que no aceptó al Cristo ni a Su Evangelio. Este convenio histórico otorgado por la mano de Dios y menor en importancia sólo a la plenitud del Evangelio, a semejanza de una senda que conduce a la rectitud, debiera ser visto más bien como el conjunto sin precedentes de símbolos y figuras de Cristo que es. Por este motivo fue entonces (y todavía lo es en su esencia y pureza) una guía a la espiritualidad, una puerta hacia Cristo, una senda de estricta obediencia a los mandamientos que, por medio de las leyes del deber y la decencia, conduciría a las leyes mayores de la santidad de camino a la inmortalidad y la vida eterna.

Similitudes del Antiguo Testamento.

Al enseñar este modelo de estatutos y mandamientos, Jehová empleó una abundancia de arquetipos y símbolos. De hecho, éstos han sido siempre una característica evidente de la instrucción del Señor a Sus hijos. Ejemplos de estos símbolos— especialmente los que representan a Cristo—estarán presentes a lo largo de todo el registro premesiánico. El Señor declaró a Oseas lo que había hecho de forma repetida mediante Sus oráculos en la tierra: «Y he hablado a los profetas, y aumenté la profecía, y por medio de los profetas usé parábolas».

En ningún otro ministerio empleó más parábolas que en el de Moisés, cuya ley tenía por fin ser la definitiva «figura y sombra de las cosas celestiales» que el preciado hijo de María traería a la tierra. Es más, Moisés, al igual que Isaac, José y tantos otros del Antiguo Testamento, era en sí mismo un símbolo profético del Cristo que habría de venir. Tal y como le dijo el Padre, hablando a través de Jehová: «Tengo una obra para ti, Moisés, hijo mío; y tú eres a semejanza de mi Unigénito; y mi Unigénito es y será el Salvador, porque es lleno de gracia y de verdad». Sabemos desde las primeras páginas del relato de la creación, que toda la gente fue creada a imagen de Dios, pero de otras fuentes de las Escrituras, especialmente el siguiente pasaje del libro de Deuteronomio, aprendemos que había algo especial en la similitud entre Moisés y Cristo. Cuando los hijos de Israel huían de Egipto abriéndose camino hacia la tierra prometida (fíjese en el símbolo mesiánico de la liberación, salvación y rescate de un pueblo del convenio de los pecados y las maldades del mundo incrédulo), Moisés les dijo: «Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis…

«Y Jehová me dijo…

«Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare.

«Mas a cualquiera que no oyere mis palabras que él hablare en mi nombre, yo le pediré cuenta».

Este profeta que sería levantado a semejanza de Moisés es, por supuesto, Jesucristo. Tal y como indican las notas al pie de página de las Escrituras editadas por la Iglesia en inglés, este pasaje de Deuteronomio se cita, con alguna variación, en dos ocasiones en el Nuevo Testamento, otras dos en el Libro de Mormón y una en la Perla de Gran Precio. En cada ocasión, estas referencias aclaran que Cristo es el futuro profeta al que aluden. La más antigua de esas declaraciones procede de Nefi, quien dijo: «Este profeta de quien habló Moisés era el Santo de Israel; por tanto, juzgará con justicia». No nos sorprende que la declaración más autorizada de esta verdad proceda también del Libro de Mormón en boca del Salvador resucitado, quien dijo a los nefitas que estaban congregados ante Él:

«He aquí, yo soy aquel de quien Moisés habló, diciendo: El Señor vuestro Dios os levantará a un profeta, de vuestros hermanos, semejante a mí; a él oiréis en todas las cosas que os dijere. Y sucederá que toda alma que no escuchare a ese profeta será desarraigada de entre el pueblo».

Ciertamente, ésta es una de las razones por las que Jesús estaba tan decepcionado, no sólo porque Su auditorio judío no le reconociera, sino también porque empleaban sus distorsionadas interpretaciones de la ley de Moisés contra Él para negar Su ministerio mesiánico. Y les dijo con gran pesar: «Escudriñad las Escrituras [en especial los escritos de Moisés]… y ellas son las que dan testimonio de mí… Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís… No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?».  Nefi enseñó esa misma lección a su propia «gente dura de cerviz», diciéndoles con claridad a estos israelitas del Nuevo Mundo «que no [se podían] equivocar… La senda verdadera consiste en creer en Cristo y no negarlo; porque al negarlo, también negáis a los profetas y la ley».

Esto subraya otro propósito divino al que sirve el Libro de Mormón. Se trata de un segundo testigo de la época del Antiguo Testamento referente al verdadero valor y la intención original de la ley de Moisés, así como la influencia positiva que puede tener sobre el pueblo que la obedece. Nefi y sus compañeros profetas no sólo sabían que la salvación no estaba en la ley, sino que también comprendían la importancia de obedecerla para poder ser conscientes del pleno beneficio del ministerio terrenal de Cristo para cumplirla, aunque la salvación no estaba en ella. La obediencia es la primera ley de los cielos, y cada dispensación de la verdad así lo ha requerido. Ciertamente, la plenitud del Evangelio requiere la obediencia a los mandamientos tanto como la ley menor de Moisés, así que, dando a entender su gran comprensión del Evangelio, los profetas y padres nefitas tenían la determinación de «[guardar] la ley, a causa de los mandamientos», aunque sólo fuera como muestra de lealtad a los principios de la obediencia y la integridad.

De hecho, el Libro de Mormón hace más por salvar distancias entre dispensaciones y poner la ley de Moisés en su verdadera perspectiva—es decir, aclarar y hacer hincapié en su relación con el Evangelio de Jesucristo—que cualquier otro libro, enlazando en un documento con un pueblo que entendía y obedecía fielmente los muchos códigos y convenios tradicionalmente etiquetados como del «Antiguo Testamento», aun cuando enseñaban y vivían con gran devoción las enseñanzas más elevadas de Cristo usualmente identificadas como de orientación hacia el «Nuevo «Testamento».

LOS ELEMENTOS DE LA LEY.

La ley de Moisés consta, por lo general, del material contenido en los primeros cinco libros del Antiguo Testamento, conocidos entre los judíos como la Torá, y para el resto del mundo como el Pentateuco, y que eran conocidos por los autores nefitas porque se hallaban en las planchas de bronce obtenidas de Labán antes de que Lehi y su familia partieran del Viejo Mundo. Pero ésta no es siempre una definición útil.

Por un lado, el libro de Génesis precede al período de Moisés y por tanto a sus mandamientos, y documenta diversas dispensaciones que vivieron a la luz de enseñanzas mayores del Evangelio que ni histórica ni teológicamente encajan con la «ley muy estricta… de prácticas y ordenanzas» tradicionalmente asociada con la ley de Moisés.

En segundo lugar, la ley de Moisés, tal y como se conoce hoy día, consta de un amplio conjunto, que en ocasiones parece no estar relacionado entre sí, de fórmulas, prescripciones, observaciones y rituales faltos de estructura en el sentido coherente y codificado que tenemos de «ley» en la actualidad.

Por último, se ha añadido gran cantidad de material a la ley, principalmente refinamientos rabínicos y comentarios a los escritos mosaicos originales. De hecho, tal fue el tamaño de lo incluido en el primer milenio de su existencia, y tan oscuros han llegado a ser los requisitos originales aun en este período relativamente breve, que mientras vivía en la mortalidad, Aquel que había dado la ley en su pureza fue acusado repetidas veces de romper aspectos minúsculos de ella. Esta complejidad y confusión ocasionales sobre el desarrollo del código mosaico, tal y como se enseña en la actualidad, plantea ciertos desafíos para el estudiante contemporáneo de los testamentos: el Antiguo, el Nuevo y el nefita.

El élder Bruce R. McConkie expuso el dilema de esta forma: «No siempre podemos decir… si ciertos ritos específicos de los sacrificios realizados en Israel formaron parte del sistema mosaico o si eran las mismas ordenanzas efectuadas por Adán y Abraham como parte de la propia ley del Evangelio. Es más, parece que algunas de las prácticas rituales variaron con el tiempo de acuerdo con las necesidades especiales del pueblo y las diferentes circunstancias en las que se encontraba. Ni siquiera el Libro de Mormón nos ayuda en este sentido. Sabemos que los nefitas ofrecían sacrificios y guardaban la ley de Moisés, pero dado que disponían del Sacerdocio de Melquisedec y que no había levitas entre ellos, suponemos que sus sacrificios databan de antes del ministerio de Moisés y que, dado que tenían la plenitud del Evangelio, observaban la ley de Moisés en el sentido de que cumplían con su gran número de principios morales y sus infinitas restricciones éticas.

Suponemos que ésta sería una de las razones por las que Nefi pudo decir: Tara nosotros la ley ha muerto’. Al menos no hay indicio alguno en el Libro de Mormón en cuanto a que los nefitas ofrecían los sacrificios diarios requeridos por la ley o que celebraban las diversas fiestas que formaban parte de la vida religiosa de sus parientes del Viejo Mundo».  En cualquier caso, los escritos originales de Moisés contienen, según los rabinos, unos 613 mandamientos—que a grosso modo comprenden dos amplias categorías de leyes morales y éticas, más los estatutos ceremoniales y reguladores—abarcando temas que van desde el papel del sacerdocio y las especificaciones del tabernáculo, hasta la prohibición de determinadas comidas, pasando por la administración de ciertas actividades agrícolas, y así indefinidamente. Estas leyes y directivas constituyeron el código religioso, civil y criminal para prácticamente todo el pueblo judío hasta la Dispersión en el siglo I, y para la parte ortodoxa de este mismo pueblo durante dos milenios a partir de entonces. Además, tanto este código como el Antiguo Testamento donde se halla registrado, han tenido un profundo efecto sobre la vida social, cultural y religiosa de casi todas las personas que han vivido en el mundo occidental (judeo-cristiano) durante más de tres mil años, una influencia y relevancia que a duras penas se puede pasar por alto.

El Sacerdocio de Melquisedec.

La revelación de los últimos días aclara que Moisés y los profetas anteriores a él disponían del poder del Sacerdocio de Melquisedec y participaban en las más altas ordenanzas relacionadas con el Evangelio y orientadas hacia el templo que dependen de él. La sección 84 de Doctrina y Convenios, una de las declaraciones más imortantes jamás dada sobre el sacerdocio, cuenta que: «Abraham recibió el sacerdocio de manos de Melquisedec», haciendo notar que tal sacerdocio habría llegado a Melquisedec procedente de Adán, Abel, Enoc, Noé y el linaje de los «padres».

«Y este sacerdocio mayor administra el evangelio y posee la llave de los misterios del reino, sí, la llave del conocimiento de Dios.

«Así que, en sus ordenanzas se manifiesta el poder de la divinidad.

«Y sin sus ordenanzas y la autoridad del sacerdocio, el poder de la divinidad no se manifiesta a los hombres en la carne;

«porque sin esto, ningún hombre puede ver la faz de Dios, sí, el Padre, y vivir».

A continuación la revelación indica que «Moisés claramente enseñó esto a los hijos de Israel en el desierto, y procuró diligentemente santificar a los de su pueblo, a fin de que vieran la faz de Dios». Está claro que estas personas tenían acceso a las ordenanzas y a la autoridad del Sacerdocio de Melquisedec, con su orientación al Evangelio, para poder alcanzar dicha santificación.

«Mas endurecieron sus corazones y no pudieron aguantar su presencia; por tanto, el Señor en su ira, porque su ira se había encendido en contra de ellos, juró que mientras estuviesen en el desierto no entrarían en su reposo, el cual es la plenitud de su gloria.

«Por consiguiente, tomó a Moisés de entre ellos, y el Santo Sacerdocio también;

«Y continuó el sacerdocio menor que tiene la llave del ministerio de ángeles y el evangelio preparatorio,

«el cual es el evangelio de arrepentimiento y de bautismo, y la remisión de pecados, y la ley de los mandamientos carnales, que el Señor en su vida hizo que continuara en la casa de Aarón entre los hijos de Israel hasta Juan, a quien Dios levantó, pues fue lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre».

Este maravilloso y revelador pasaje de las Escrituras indica que se quitó algo de los hijos de Israel (el Sacerdocio de Melquisedec con sus principios y privilegios más elevados, orientado hacia el Evangelio y relacionado con el templo), mientras que los elementos esenciales, de lo que con frecuencia llamamos la ley de Moisés, continuaron con ellos bajo las llaves y la guía del Sacerdocio Aarónico o «menor», el cual es fundamental para el «evangelio preparatorio». Esta preparación para la plenitud del Evangelio incluye el tener fe, mostrar arrepentimiento y acceder al bautismo—principios y ordenanzas enseñados y efectuados bajo el Sacerdocio Aarónico. Debido a su desobediencia y dureza de corazón, los hijos de Israel perdieron el Evangelio mayor y quedaron con la parte menor de él, que les prepararía para recibir nuevamente el don más elevado y la ley mayor, de los cuales habían disfrutado sus antepasados.  Respecto a esta pérdida, la mayoría de los lectores están familiarizados con la visita de Moisés a la cumbre del Sinaí, donde recibió el primer juego de tablas de piedra escritas por el propio dedo de Dios. Es importante darse cuenta, particularmente a la vista de los pasajes mencionados más arriba, de que en esas tablas había considerablemente mucho más que los Diez Mandamientos. Cuando Moisés descendió de la montaña y halló a algunos de su pueblo en actividades evidentes y descontroladas de adoración al becerro de oro, se puso furioso. El contraste entre lo que acababa de ver, oír y sentir en la presencia Dios, y el libertinaje y la adoración de ídolos que ahora estaba presenciando, deber haber sido devastador en extremo. Además, tales diferencias entre lo que fue y lo que pudo haber sido nos ayudan a comprender la severidad de la pena que pagaron los israelitas con la pérdida, por más de mil años, de las bendiciones del sacerdocio, del Evangelio y del templo, y de las que habrían podido disfrutar en abundancia.

Tras quebrar las tablas, Moisés disciplinó a los rebeldes israelitas con severidad y más tarde preparó otro juego de tablas de piedra «semejantes a las primeras» y regresó a la cumbre del Sinaí para recibir nuevas instrucciones del Señor. Allí Jehová entregó a Moisés los mismos mandamientos registrados en las primeras tablas, pero con la omisión de un elemento crucial. Para tener una perspectiva más clara de esta pérdida, estamos en deuda con la traducción de José Smith de Éxodo 34. Fíjese en la comparación:

Traducción de José Smith (TJS).

  1. Y Jehová dijo a Moisés: Alísate otras dos  tablas  de piedra como las primeras, y escribiré sobre ellas también las palabras de la ley, según se escribieron primero en las tablas que quebraste; pero no será de acuerdo con las primeras, porque quitaré el sacerdocio de entre ellos; por tanto, mi santo orden, y sus ordenanzas, no irán delante de ellos; porque mi presencia no irá en medio de ellos, no sea que los destruya.
  2. Les daré la ley, como la primera, pero será según la ley de un mandamiento carnal; porque he jurado en mi ira que no entrarán en mi presencia, en mi reposo, en los días de   su peregrinación. Por tanto, haz como te he mandado, y prepárate para mañana, y sube   de mañana al monte de Sinaí, y preséntate ante mí sobre la cumbre del monte.

Reina —Valera (1960).

  1. Y Jehová dijo a Moisés: Alísate dos tablas de piedra como las primeras, y escribiré sobre esas tablas las palabras que estaban en las tablas primeras que quebraste.
  2. Prepárate, pues, para mañana, y sube de mañana al monte de Sinaí, y preséntate ante mí sobre la cumbre del monte.

Resulta claro que parte del contenido original del primer juego de tablas volvió a escribirse en el segundo (por ejemplo, los Diez Mandamientos). Pero es mucho más importante destacar que las doctrinas esenciales del primer juego—en especial, las ordenanzas del sacerdocio más elevado—fueron omitidas del segundo. Semejante contribución de la traducción de la Biblia que llevó a cabo el profeta José Smith se aprecia mejor en el siguiente pasaje de Deuteronomio 10:2:

 Traducción de José Smith (TJS)          

  1. Y escribiré en las tablas las palabras que estaban en las primeras tablas que quebraste, excepto las palabras del convenio sempiterno del santo sacerdocio, y las pondrás en el arca.

Reina — Valera (1960)

  1. Y escribiré en aquellas tablas las palabras que estaban en las primeras  tablas  que quebraste; y las pondrás en el arca.

Prácticas y ordenanzas.

A pesar de la pérdida de semejante información fundamental, es importante que contemplemos el resto del convenio, el cual sobrevivió a la ira del Sinaí en forma de la ley de Moisés (en ocasiones denominada mosaica, aarónica, menor, preparatoria, carnal o externa) bajo la verdadera interpretación que merece y la estricta obediencia con que los nefitas la observaron.

Esta «ley de Moisés», bajo la que continuaron los israelitas desde el día de Moisés en adelante, incluía la fe, el arrepentimiento y el bautismo junto con un número de otras «prácticas y ordenanzas», tales como los sacrificios y ofrendas, las cuales estaban directamente relacionadas con la futura expiación de Cristo y fueron concebidas para ser en todo aspecto «a semejanza de Él».

Para hacer que Sus, a veces, desobedientes hijos entendieran la Expiación y la importancia fundamental de los primeros principios, Jehová añadió al mensaje típico del Evangelio (enseñado desde los días de Adán hasta Moisés) lo que se conoce como «mandamientos carnales», los cuales se incluyeron a modo de recordatorios, ejercicios y preparativos que hacían hincapié en un regreso a los primeros principios del Evangelio. Este código básico que permaneció con los hijos de Israel, este Evangelio preparatorio edificado sobre una ley de mandamientos carnales, es lo que se llama hoy la ley de Moisés. Los principios de verdad que habían estado con los israelitas antes de añadírseles los mandamientos carnales, y que continuaron después de este aditamento, incluían los principios de la fe en el Señor Jesucristo, el arrepentimiento, el bautismo para la remisión de pecados, los Diez Mandamientos, varias ofrendas simbólicas de la expiación de Cristo y la ley del convenio.

Los elementos añadidos o ampliados comprendían otras «prácticas y ordenanzas» tales como restricciones dietéticas, rituales de purificación y ofrendas adicionales. Otras tradiciones incluían la preparación de ropas y prendas de vestir, la siembra de cosechas, así como obligaciones sociales adicionales. Todas éstas tenían la intención de reforzar el autodominio y crear una mayor autodisciplina (obediencia) en la vida de los hijos de Israel con el fin de que pudieran reclamar las promesas y los principios más elevados y el sacerdocio mayor, de todo lo cual se habían beneficiado sus antepasados.

Por ello es crucial entender que la ley de Moisés se recubrió de muchas partes básicas del Evangelio de Jesucristo, el cual había existido antes que ella. Nunca se tuvo la intención de que fuera algo aparte o separado, y ciertamente nada diferente, del Evangelio de Jesucristo. Era más elemental que la plenitud del Evangelio—de ahí su papel de ayo para conducir al pueblo al Evangelio—pero nunca fue su propósito ser diferente de la ley mayor; ambas intentaban traer el pueblo a Cristo.

Bajo esta perspectiva es igualmente importante destacar lo que no era la ley de Moisés. Podemos estar seguros de que Jesús fue perfectamente obediente al espíritu y a la letra de la ley de Moisés. Era la ley de la «iglesia» y la ley de Su pueblo durante Su vida. Tenía una base espiritual y elementos enraizados en el Evangelio, y en su pureza tenía por fin conducir a una ley más santa y al sacerdocio mayor. Mas Él no se sintió obligado a ceñirse a la gran cantidad de aditamentos, apéndices, comentarios y, en última instancia, falsas inserciones a la ley que habían sido incorporadas en más de mil años de lo que en el mejor de los casos fue una discusión carente de inspiración, y en el peor, una flagrante apostasía. La Torá, o los cinco libros de Moisés, habría sido perfectamente conocida y aceptada por Cristo, al menos en su forma pura y original. Lo que le proporcionaría pesar serían las instrucciones y tradiciones añadidas, las cuales con el tiempo se conocerían como el Talmud (tradiciones de peso que constaban de la Mishná y la Guemará), y aun ésta se convertiría en la Midrash (comentario rabínico) de períodos posteriores. Cuando Jesús entraba en conflicto con los escribas y fariseos de Su época—algo que ocurría con frecuencia—era por motivo de estos añadidos y fiorituras de la ley de Moisés, y no por la ley misma.

Puede que uno de los motivos porque los nefitas mantuvieron el espíritu y el propósito de la ley de Moisés fuera que tenían el sacerdocio y los profetas que salvaguardaron las doctrinas. Pero también en la época del Libro de Mormón hubo quienes interpretaron y distorsionaron la ley de Moisés. Hemos mencionado anteriormente que en la primera generación de la experiencia nefita, Sherem, el primero de los anticristos del Libro de Mormón, utilizó la ley de Moisés (siguiendo su propio dictamen erróneo) para luchar contra Jacob y sus enseñanzas proféticas de Cristo.

Y le dijo a Jacob: «Has desviado a muchos de los de este pueblo, de manera que pervierten la recta vía de Dios y no guardan la ley Moisés, que es el camino verdadero; y conviertes la ley de Moisés en la adoración de un ser que dices que vendrá de aquí a muchos siglos».  Desgraciadamente, el embustero Sherem sabía que Moisés y los demás profetas habían hablado de Cristo y que sus enseñanzas no sólo concordaban con el Evangelio, sino que también indicaban al pueblo su futuro cumplimiento. En su lecho de muerte «confesó al Cristo» y se lamentó: «Temo que haya cometido el pecado imperdonable, pues he mentido a Dios; porque negué al Cristo, y dije que creía en las Escrituras, y éstas en verdad testifican de él».

Y fue Jarom, el nieto de Jacob, quien indicó que «los profetas y los sacerdotes y los maestros trabajaron diligentemente, exhortando con toda longanimidad al pueblo a la diligencia, enseñando la ley de Moisés y el objeto para el cual fue dada, persuadiéndolos a mirar adelante hacia el Mesías y a creer en su venida como si ya se hubiese verificado».

Los capítulos anteriores de este libro indican el nivel de conocimiento de los profetas nefitas y de sus enseñanzas sobre la vida y la misión de Cristo. La ley de Moisés se dio a los israelitas del Antiguo y del Nuevo Mundo para que vencieran la dura obstinación, como en el caso del anticristo Sherem.

«Y les mostró muchas señales, y maravillas, y símbolos, y figuras, concernientes a su venida», dijo el Rey Benjamín del uso que Jehová hacía de la ley de Moisés y de otras declaraciones divinas. «Y sin embargo, endurecieron sus corazones, y no comprendieron que la ley de Moisés nada logra salvo que sea por la expiación de su sangre».

Abinadí y la ley.

En el breve pero convincente ministerio de Abinadí se explica con mayor conciencia y evidencia la relación entre la ley de Moisés y el Evangelio de Cristo. Abinadí, profeta de orígenes y antecedentes desconocidos, dio un paso al frente en respuesta al llamado de Dios y se enfrentó al apóstata y libertino rey Noé. Abinadí era valiente y fiel, carente de artificios y sin preocupación por el peligro personal que su audacia pudiera generar.

Mientras permanecía cautivo ante el rey y su corte, Abinadí desafió los intentos de éstos para confundirle y contradecirle, haciendo así fracasar su esfuerzo por encontrar motivos mediante los cuales pudieran condenarle: «El les respondió intrépidamente e hizo frente a todas sus preguntas, sí, los llenó de asombro; pues los resistió en todas sus preguntas y los confundió en todas sus palabras». Los confundió mediante la enseñanza de la ley de Moisés tal y como ellos debían haberla entendido:

«No habéis aplicado vuestros corazones para entender; por tanto, no habéis sido sabios. ¿Qué, pues, enseñáis a este pueblo?

«Y dijeron: Enseñamos la ley de Moisés.

«Y de nuevo les dijo: Si enseñáis la ley de Moisés, ¿cómo es que no la cumplís?…

«Y sucederá que seréis heridos por vuestras iniquidades, pues habéis dicho que enseñáis la ley de Moisés.

Y ¿qué sabéis concerniente a la ley Moisés? ¿Viene la salvación por la ley de Moisés? ¿Qué decís vosotros?

«Y respondieron y dijeron que la salvación venía por la ley de Moisés».

Resulta evidente que ésta es una respuesta equivocada que podría haber provocado un duro e inmediato rechazo por parte de Abinadí; pero él hizo algo mucho más fascinante y sutil.

Pareció estar casi de acuerdo con ellos, una táctica que al mismo tiempo que elevaba la estatura de la ley, los atrapaba en sus abominaciones. En respuesta a su contestación de que la salvación venía por la ley, Abinadí replicó que tenían razón en parte, que en definitiva la salvación es fruto de la obediencia a las leyes y los mandamientos que Dios da, del mismo modo que sólo los obedientes comerán del fruto de la salvación en los últimos días: «Mas les dijo Abinadí: Sé que si guardáis los mandamientos de Dios, seréis salvos; sí, si guardáis los mandamientos que el Señor dio a Moisés en el monte de Sinaí».

Procedió entonces a repasar los Diez Mandamientos con un poder y autoridad genuinos, incluyendo la manifestación del Espíritu del Señor, la cual le fortaleció físicamente y brilló de forma radiante sobre su rostro, a semejanza del rostro de Moisés cuando recibió esos mismos mandamientos.

Tras referirles el decálogo en detalle, Abinadí preguntó al rey Noé: «¿Habéis enseñado a este pueblo que debe procurar hacer todas estas cosas a fin de guardar estos mandamientos?». Y respondió a su propia pregunta: «Os digo que no; porque si lo hubieseis hecho, el Señor no habría hecho que yo viniera y profetiza el mal sobre este pueblo».

Es como decir que aunque la ley de Moisés (o los Diez Mandamientos, parte central de ella y del Evangelio) no es suficiente para salvar, puede guiarnos hacia la salvación y el posterior reconocimiento de verdades mayores de las cuales es parte esencial. Si el rey Noé y su pueblo hubiesen guardado lo bastante la ley de Moisés, habría sido suficiente—o al menos aceptable—para aquella época, y probablemente no habría tenido lugar ninguna reprimenda divina. Pero fracasaron aun en la parte menor del decreto divino y ni siquiera reivindicaron ese sendero preliminar hacia la salvación para el cual se dio la ley de Moisés.

Dijo Abinadí a los que le tenían cautivo: «Habéis dicho que la salvación viene por la ley de Moisés. Yo os digo que es preciso que guardéis la ley de Moisés aún; mas os digo que vendrá el tiempo cuando ya no será necesario guardar la ley de Moisés.

«Y además, os digo que la salvación no viene sólo por la ley; y si no fuera por la expiación que Dios mismo efectuará por los pecados e iniquidades de los de su pueblo, éstos inevitablemente perecerían, a pesar de la ley de Moisés.

«Y ahora os digo que se hizo necesario que se diera una ley a los hijos de Israel, sí, una ley muy estricta; porque eran una gente de dura cerviz, presta para hacer el mal y lenta para acordarse del Señor su Dios;

«Por tanto, les fue dada una ley; sí, una ley de prácticas y ordenanzas, una ley que tenían que observar estrictamente de día en día, para conservar vivo en ellos el recuerdo de Dios y su deber para con él.

«Mas he aquí, os digo que todas estas cosas eran símbolos de cosas futuras».

Llegado a este punto, Abinadí hizo hincapié en cuán prescriptiva—y descriptiva—había sido la ley de Moisés, recordándoles que «Moisés… y… todos los profetas que han profetizado desde el principio del mundo, ¿no han hablado ellos más o menos acerca de estas cosas?, en especial que «Dios redimiría a su pueblo», y que «Dios mismo» descendería del cielo y que con su nacimiento tomaría la forma de hombre, e «iría con gran poder sobre la faz de la tierra».

Para reforzar esta declaración, Abinadí citó el capítulo 53 de Isaías, con seguridad el pasaje más poderoso y extenso que hay sobre Cristo en todo el Antiguo Testamento, desarrollando el simbolismo del Salvador, no tanto como un pastor, sino como un cordero.

Fue entonces que Abinadí declaró una profunda doctrina que ya no se encuentra en el Antiguo Testamento ni se relaciona tradicionalmente con la ley de Moisés en la época actual. Habló del papel de Cristo como Padre e Hijo, de la intercesión expiatoria del Hijo con el Padre en favor de la familia humana, de la habilidad de Cristo para introducir la misericordia entre la gente y las demandas de la justicia, de la «generación» de Cristo—refiriéndose a aquellos para quienes la Expiación es plenamente eficaz—y de la resurrección, incluyendo a los merecedores de la primera resurrección. Habló con gran poder y autoridad de la necesidad de que los atalayas de Dios, quienes cantarían la canción del amor que redime y cuyos pies serían hermosos sobre la Montaña del Señor, declararan estas verdades a «toda nación, tribu, lengua y pueblo».

Abinadí concluyó su notable discurso teológico con este crescendo de doctrina y testimonio sobre la Expiación, la resurrección y el Juicio Final.

Tras señalar que muchos en ese último día obrarían según «su propia voluntad y deseos carnales» sin arrepentirse y resistiéndose a los brazos de la misericordia divina que les eran extendidos, dijo:

«Y ahora bien, ¿no debéis temblar y arrepentiros de vuestros pecados, y recordar que solamente en Cristo y mediante él podéis ser salvos?

«Así pues, si enseñáis la ley de Moisés, enseñad también que es un símbolo de aquellas cosas que están por venir;

«Enseñadles que la redención viene por medio de Cristo el Señor, que es el verdadero Padre Eterno».

Como ofrenda definitiva que cualquier profeta de Dios es capaz de realizar, Abinadí se ofreció entonces él mismo a sus captores, convirtiéndose en símbolo y sombra, figura profética del sacrificio de Cristo, del cual acababa de testificar.

Posteriormente, durante la conversión de un gran grupo de lamanitas, éstos recordaron el ejemplo y las enseñanzas de Abinadí, e inmediatamente «[observaron] la ley de Moisés; porque era necesario que la observaran todavía, pues no se había cumplido enteramente. Mas a pesar de la ley de Moisés, esperaban anhelosamente la venida de Cristo, considerando la ley mosaica como un símbolo de Su venida y creyendo que debían guardar aquellas prácticas exteriores hasta que les fuese revelado.

«Pero no creían que la salvación viniera por la ley de Moisés, sino que la ley de Moisés servía para fortalecer su fe en Cristo».

«Y EN Mí SE HA CUMPLIDO LA LEY DE MOISÉS».

Aproximadamente a la par que estos lamanitas recibían el Evangelio, Alma y Amulek estaban enseñando a los nefitas sobre la Expiación, y al hacerlo, Alma enseñó que «la redención viene por medio del Hijo de Dios; y… [él] se ha referido a Moisés, para probar que estas cosas son verdaderas». Inmediatamente Amulek se le unió para declarar que el significado y simbolismo del sacrificio, tan importante en la ley de Moisés, están centrados en Cristo. A modo de cumplimiento de este antiguo modelo de inmolación, Amulek enseñó que debe haber «un gran y postrer sacrificio», tras lo cual debería ponerse «fin al derramamiento de sangre; entonces quedará cumplida la ley de Moisés; sí, será totalmente cumplida, sin faltar ni una jota ni una tilde, y nada se habrá perdido.

«Y he aquí, éste es el significado entero de la ley, pues todo ápice señala a ese gran y postrer sacrificio».

Por supuesto que el adversario, siempre ansioso por confundir todo principio del Evangelio, animó a los nefitas a creer que la ley de Moisés estaba cumplida por el simple hecho de nacer Cristo, y no por el sacrificio consumado, pleno y expiatorio realizado al fin de Su vida. Tras el día, la noche y el día en que no hubo oscuridad, señal que había prometido Samuel el Lamanita, el registro dice: «Y no hubo contenciones, con excepción de unos pocos que empezaron a predicar, intentando probar por medio de las Escrituras, que ya no era necesario observar la ley Moisés; mas en esto erraron por no haber entendido las Escrituras.

«Pero acaeció que no tardaron en convertirse, y se convencieron del error en que se hallaban, porque se les hizo saber que la ley no se había cumplido todavía, y que era necesario que se cumpliera sin faltar un ápice; sí, llegó a ellos la palabra de que era necesario que se cumpliese; sí, que ni una jota ni una tilde pasaría sin que todo se cumpliese».

Cuando la crucifixión, muerte, resurrección y ascensión de Cristo se hubo completado en el Viejo Mundo, Su aparición a los nefitas en el Nuevo Mundo fue presentada con esta declaración de Su propia boca:

«He aquí, soy Jesucristo, el Hijo de Dios. Yo creé los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay. Era con el Padre desde el principio. Yo soy en el Padre, y el Padre en mí; y en mí ha glorificado el Padre su nombre.

«Vine a los míos, y los míos no me recibieron y las Escrituras concernientes a mi venida se han cumplido.

«Y a cuantos me han recibido, les he concedido llegar a ser hijos de Dios; y así haré con cuantos crean en mi nombre, porque he aquí, la redención viene por mí, y en mí se ha cumplido la ley de Moisés.

«Yo soy la luz y la vida del mundo. Soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin.

«Y vosotros ya no me ofreceréis más el derramamiento de sangre; sí, vuestros sacrificios y vuestros holocaustos cesarán, porque no aceptaré ninguno de vuestros sacrificios ni vuestros holocaustos.

«Y me ofrecéis como sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Y al que venga a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, lo bautizaré con fuego y con el Espíritu Santo».

A diferencia de los israelitas del Viejo Mundo, a los fieles nefitas del Nuevo Mundo les resultó más fácil reconocer el regreso del Evangelio mayor y dejar ir a la antigua ley de Moisés. Por un lado parecieron más dispuestos a entender que Cristo no había destruido sino cumplido la ley, le había dado amplitud, dimensión, significado y realidad, tal como cuando decimos que una profecía se ha «cumplido». Durante Su primer día de instrucción a los nefitas, el Cristo resucitado pudo enseñar Su doctrina con más detalle de lo que lo había hecho (o por lo menos de lo que fue preservado) entre el pueblo de Jerusalén:

«No penséis que he venido para abrogar la ley ni los profetas», dijo. «No he venido para abrogar, sino para cumplir; porque en verdad os digo que ni una jota ni una tilde ha pasado de la ley, sino en mí toda se ha cumplido. Y he aquí, os he dado la ley y los mandamientos de mi Padre para que creáis en mí, que os arrepintáis de vuestros pecados y vengáis a mí con un corazón quebrantado y un espíritu contrito. He aquí, tenéis los mandamientos ante vosotros, y la ley se ha cumplido… Por tanto, estas cosas que existían en la antigüedad, que se hallaban bajo la ley, se han cumplido todas en mí. Las cosas antiguas han pasado, y todas las cosas se han vuelto nuevas».

Tras este «sermón del templo», el Salvador procedió a hacer un comentario mayor sobre esta crucial transición del antiguo convenio al nuevo. Al percibir que algunos de entre la congregación «se maravillaban» por la relación de Cristo con la ley de Moisés, «porque no entendían la palabra de que las cosas viejas habían pasado, y que todas las cosas se habían vuelto nuevas», dijo, haciendo distinción entre «la ley» y «el convenio»:

«He aquí, os digo que se ha cumplido la ley que fue dada a Moisés. He aquí, soy yo quien di la ley, y soy yo el que hice convenio con mi pueblo Israel; por tanto, la ley se cumple en mí, porque he venido para cumplir la ley; por tanto, tiene fin. He aquí, yo no abrogo a los profetas; porque cuantos no se han cumplido en mí, en verdad os digo que todos se cumplirán. Y porque os dije que las cosas antiguas han pasado, no abrogo lo que se ha hablado concerniente a las cosas que están por venir. Porque he aquí, el convenio que hice con mi pueblo no se ha cumplido enteramente; mas la ley que se dio a Moisés tiene su fin en mí. He aquí, yo soy la ley y la luz. Mirad hacia mí, y perseverad hasta el fin, y viviréis; porque al que persevere hasta el fin, le daré vida eterna. He aquí, os he dado los mandamientos; guardad, pues, mis mandamientos. Y esto es la ley y los profetas, porque ellos en verdad testificaron de mí».

La congregación nefita entendió esto más clara y prestamente que el mundo judío, en parte debido a que los profetas nefitas habían sido muy cuidadosos al enseñar la naturaleza transitoria de la ley. Abinadí había dicho: «Yo os digo que es preciso que guardéis la ley de Moisés aún; mas os digo que vendrá el tiempo cuando ya no será necesario guardar la ley de Moisés'». Con esa misma intención, Nefi recalcó: «Hablamos concerniente a la ley para que nuestros hijos sepan que la ley ya no rige; y, entendiendo que la ley ya no rige, miren ellos adelante hacia aquella vida que está en Cristo, y sepan con qué fin fue dada la ley. Y para que, después de cumplirse la ley en Cristo, no endurezcan contra él sus corazones, cuando la ley tenga que ser abrogada».

Esta clase de enseñanzas—una advertencia para no endurecer el corazón contra Cristo en una defensa ignorante de la ley de Moisés—podría haber servido (y salvado) a muchas personas del Viejo Mundo de aquel entonces, y de todo el mundo en la actualidad. Y si, como es probable, esta clara doctrina se enseñó enérgicamente en el Viejo Mundo, es mucho mayor la pena porque estas «cosas claras y preciosas» se hayan pedido, o hayan sido quitadas de las inmaculadas enseñanzas del Antiguo Testamento.

A la luz de la profunda reflexión que el Libro de Mormón proporciona a nuestro entendimiento de la ley de Moisés, resulta significativa la gran declaración de Pablo en cuanto a que la ley serviría como «nuestro ayo, para llevarnos a Cristo», pasaje que la Traducción de José Smith de la Biblia recoge como «la ley es nuestro ayo hasta Cristo». (Y, por supuesto, la Traducción de José Smith estuvo enormemente influenciada por la educación doctrinal que recibió mientras traducía el Libro de Mormón.)

En el cuarto libro de Nefi se aprecia con mayor claridad que la nación nefita entendía claramente este papel de la ley de Moisés, prácticamente la última referencia a la ley en todo el Libro de Mormón. En esta parte, el registro dice con carácter definitivo así como con cierto éxito: «Y ya no se guiaban más por las prácticas y ordenanzas de la ley de Moisés, sino que se guiaban por los mandamientos que habían recibido de su Señor y su Dios… Y sucedió que no hubo contención entre todos los habitantes sobre toda la tierra, mas los discípulos de Jesús obraban grandes milagros».

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